Aula Socrática: Educación y felicidad

Un hombre, desvinculado de toda realidad, despojándose de su dignidad personal, reduciendo el Universo a un mundo asible, útil y aparente, busca una felicidad no perecedera. Sin embargo, tras programas, planes o proyectos que se pone como meta de vida, sólo logra bienestar, placer, euforia, alegría por unos momentos más o menos prolongados.

Cada meta lograda, crea en él la ilusión de alcanzar una felicidad infinita. Pero, es, entonces, cuando se da cuenta que se ha movido en un nivel de finitud que le apresa en lo momentáneo y que, tras la celebración o embriaguez de un pequeño o gran éxito, viene nuevamente esa tensión de infinito y esa sensación de vacío, soledad, insatisfacción o hastío. Casi podría decir que era más feliz durante sus sueños y lucha por construirlos que ahora; una vez logrados…

De pronto, el hombre toma consciencia de sí, de su diferencia de anhelos, de amores, de vocación, de trascendencia. Sí; cuando niño o adolescente, soñábamos con logros para sí, para los nuestros e incluso para toda la humanidad. Ya jóvenes, con grandes ideales, comprometíamos nuestra vida por “todos”, por no ser uno más del montón de ególatras y dar de sí, si era necesario, la vida. Pero, simultáneamente, nuestras experiencias de vida, una y otra vez; empiezan a llevarnos al dolor de la impotencia; a sentirnos defraudados ante las respuesta de aquellos que creíamos nuestros amigos de ruta o agradecidos; incluso, lo que es más fuerte aún, nos decepcionamos de nosotros mismos: de nuestras debilidades, de nuestras respuestas…

Entonces viene la crisis, aquella que marcará nuestras vidas: la oportunidad de renunciar a nuestros ideales o seguir adelante y crecer. También vienen una serie de preguntas: ¿Por qué yo? ¿Por qué la vida es así? ¿Por qué me duele el dolor de los demás; en cambio pareciera que el vive para sí es más feliz? ¿Más feliz? ¿Puede ser más feliz quien ha renunciado a lo mejor de sí; pero qué es lo mejor de sí? ¿Qué piensa o siente el hombre que ha renunciado a todo auténtico ideal; qué encuentra dentro de sí y qué es un ideal? ¿No será mejor no pensar, huir de todo sueño, de los otros y de sí?

Víctor Frankl decía que la felicidad no se busca; que llega como un don cuando te pones como propósito dar lo mejor de ti. Por mi parte, y sustentándome en este pensamiento, la forma de vivir la vida me ha permitido descubrir que los obstáculos, problemas o el sufrimiento no mitigan la felicidad; sino que forman parte de “escenas” de nuestra vida, si tenemos como base y horizonte un sentido, un amor que trasciende cada acto: el sentido de vivir, o mejor dicho, el misterio del sentido de nuestra existencia.

Nuestras crisis

Etimológicamente, el concepto “crisis”, proviene del griego “krinein” que se traduce como separar, dividir, decidir, elegir…

Romano Guardini, profundo conocedor del alma humana, decía que cada etapa de la vida se caracterizaba por una crisis cuya superación, condicionaba el paso a la etapa posterior. Así, podíamos entender por qué algunas personas no seguían el camino de madurez propio de toda vida; sino se quedaban ancladas en la adolescencia o alguna otra etapa.

Recuerdo haber leído que para los chinos, la palabra crisis tenía dos significados: quiebre y oportunidad…El psicólogo C. Jung destacó el estado de alerta que se produce en una crisis. Tiene razón; cuando todo parece funcionar como es de costumbre, tendemos a comportarnos como es ya habitual, sin cuestionarnos, sin indagar. Es claro, si siempre pasa el bus por donde mismo, nosotros también, sin mayor preocupación, haremos lo mismo. Pero si una vez en el paradero, no ocurre lo que esperábamos, entramos en un estado de alerta, alarma, indagación… Se ha perdido una especie de continuidad de nuestra historia, para dar lugar a un hito, a un acontecimiento que implica una situación problemática que resolver.

Así, cuando estamos en crisis, sentimos que algo que parecía seguro, estable, se tambalea y nos lleva a una serie de cuestionamientos, dudas, incertidumbres… En un primer momento, tal vez nos acongojamos, porque no sabemos a qué atenernos. Debemos replantearnos nuestra vida y talvez la de otros; luego tomar decisiones, elegir un nuevo enfoque de nosotros mismos, de algún aspecto de nuestra existencia o de su sentido; a veces, cambia nuestra perspectiva, concepto o valoración de los demás o del mundo. Es claro que la crisis nos ofrece la gran oportunidad de crecer, de salir fortalecidos; pero tampoco es menos verdad, que implica un riesgo, pues podemos ser superados por la crisis en vez de superarla a ella. Por supuesto, que dependiendo de la índole y gravedad del problema y de nuestra condición humana, podremos superar la crisis por sí mismos, o bien, requeriremos de ayuda de los demás. No es lo mismo hablar de crisis personales cuando se es niño, adolescente, joven, adulto o anciano; tampoco es lo mismo una crisis de identidad, que una crisis familiar, nacional o mundial; como también hay que distinguir entre crisis económicas, laborales, políticas, morales, religiosas, culturales, etc.

No cabe duda, entonces, que toda crisis lleva consigo un riesgo (la no superación y, consecuente decadencia) y una oportunidad (su superación y nuestro fortalecimiento). Superar una crisis implica, por lo tanto, detectar y saber cómo enfrentar los peligros o amenazas, el caos, lo insano, la violencia, lo aparente, lo superficial, un sin sentido que pueden estar incoados en una persona, un estilo de vida o moda, una ideología, una creencia, una instancia de poder, etc. Hay que distinguir entre lo que hay que salvar y atesorar y lo que hay que desechar. Las crisis nos exigen un mayor esfuerzo, dolor, separación, dejar atrás; pero para mirar hacia delante, con esperanzas de un mejor futuro, de construir. Implican un no dejarse estar; un no dejarse llevar; por lo mismo, requieren de nuestra persistencia, perseverancia, ingenio, amor y valentía. Superar una crisis es superar lastres de de mal vivir; implica purificar, limpiar, ordenar, vislumbrar. Por todo lo que una situación crítica requiere de nosotros, su superación exige no caer ni en el pesimismo derrotista o depresivo; ni en el optimismo ingenuo y desprevenido.

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